Elvis Presley, 87 aniversario. 

Salió de un vientre que albergaba un gemelo nacido muerto, como si el destino le reservase la condición de unicidad que tuvo durante su vida y que sigue ostentando tras su desaparición física. 

Elvis Presley abrió los ojos en un mundo lleno de carencias y dificultades y desde la más tierna infancia la música fue su tabla de salvación. Con apenas dos años se sentía irresistiblemente atraído por el canto de los coros en la iglesia, y el paso sin retorno se produjo el día del undécimo cumpleaños, cuando su madre le regaló una guitarra en lugar de la bicicleta que Elvis quería.

Aprendió los primeros acordes de la mano de sus tíos Vester y Johnny y, sobre todo, el pastor de la iglesia de Tupelo, Frank Smith. Con esos primeros conocimientos, Elvis intervenía tocando y cantando en las secciones musicales de las misas y según contó el mismo pastor Smith, el futuro rey llamó bastante la atención de los feligreses, aunque por su introversión solía hacerse de rogar para salir a cantar. Esa timidez, casi enfermiza, le hizo pasar constantemente desapercibido a lo largo de su niñez y adolescencia; nadie podía imaginar que el alma de ese muchacho estaba siendo invadida y transformada por la música, que avivó el tizón de sus sueños y le convertiría en uno de los hombres más observados y fotografiados de la historia. En rincones apartados del resto de mundo, Elvis practicaba, imaginándose poseedor del éxito y la prosperidad de sus ídolos aunque, a buen seguro, ni sus más locos sueños se acercaron remotamente a la realidad que le esperaba. 

Llevaba su guitarra a la escuela para tocar y cantar en la hora del almuerzo ante el deleite de algunos de sus compañeros y el desprecio de otros; algunos mediocres desaprensivos le cortaron las cuerdas de la guitarra, pero sus amigos más cercanos hicieron de inmediato una colecta para comprarle unas cuerdas nuevas. Cuando Elvis partió con su familia hacia Memphis siguió encontrándose con la incomprensión de quienes no toleraban la diferencia, pero nada hizo mella en su determinación para trabajar en el cumplimiento de sus aspiraciones, ni siquiera cuando su profesora de música en el octavo curso le dijo que no sabía cantar; Elvis argumentó que era ella la que no entendía su estilo. 

Siempre que le era posible, Elvis pasaba ante el escaparate de la sastrería Lansky’s para imaginarse ataviado con tan elegantes prendas, y visitaba la tienda de discos Charlie’s para perderse en los placeres sensoriales, escuchando la música más palpitante del momento y tocando con sus dedos inquietos las fundas de los discos a la venta. La química hacía el resto y, mientras tarareaba algún éxito y su nariz se veía invadida por el olor mezcla de polvo, papel, vinilo y refrescos azucarados, bajo sus párpados se veía al volante de un enorme Cadillac; soñaba, en pocas palabras, con ser Elvis Presley. Y la llave que arrancaría ese Cadillac, la que abriría las puertas de Graceland, la que franquearía las barreras físicas, culturales y espirituales que separaban a los hombres, la que le daría libre acceso a los corazones de millones de seres humanos de toda clase, raza, sexo y condición, estaba muy cerca, entre las cuatro paredes de las humildes instalaciones del número 706 de Union Avenue.

#elviseveryone

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